miércoles, 18 de septiembre de 2013

Juntos y desnudos...

La lluvia apareció  de improviso y el calor que reinó durante el día se marchó sin dar explicaciones. Sorteando charcos de agua y gente que corría de un lado a otro subí al colectivo que tenía un solo asiento libre. El viaje fue eterno y las pocas calles que faltaban para llegar a destino parecieron multiplicarse debido a mi nerviosismo y ansiedad. Una ráfaga de viento frío entró con el último pasajero y se coló por todos mis huesos que la recogieron con un escalofrío inesperado. Algunas cuadras después llegué a destino. La noche había caído prematuramente debido al cielo encapotado. Las luces del Shopping parpadeaban aturdidas solidarizándose con el último estertor de claridad natural que agonizaba hacia el oeste.
Las escaleras estaban en el centro del amplio vestíbulo. Las subí sintiendo que los latidos de mi corazón competían con voces dispersas, músicas en algún lugar y la voz de un locutor trasmitiendo un partido de fútbol. ¿Cómo sería? ¿Estaría ahí o me haría una broma y se ubicaría en algún lugar alejado para estudiarme antes de hablarme? Pero no. En la primera mesa frente a la escalera estaba él sonriendo. Se levantó y vino a mi encuentro. Lo había imaginado más alto. Me gustó.
Nos sentamos frente a frente con una mesita baja de por medio y nos intercambiamos unos libros. Comentamos el estado del tiempo como si eso fuese muy importante. Yo miré los textos para disimular mi nerviosismo que desobediente se manifestó en el temblor de mis manos al hojear unas páginas al azar. Quedé en silencio y no podía disimular mi incomodidad. Él  estaba tranquilo y se notaba que no era la primera vez que estaba en una situación similar.
-¿Con nervios?- preguntó mientras me miraba a través de sus lentes pequeños.
-No. Sí- respondí sin poder sostenerle la mirada.
-Estás mejor en las fotos. Eso te digo ya.
-Sos el primero que me dice eso- Y era verdad, todas las personas que me habían visto en internet al conocerme habían dicho lo contrario. 
Sonreí en forma estúpida y miré un punto fijo en el techo.
-Vaya- me dije. No le gusto. ¿Cuánto tiempo podría quedarme sin parecer descortés? Calculé que unos diez o quince minutos más serían suficientes. La situación me causó risa. Quise detenerla pero no pude.
-¿Por qué te reís?
-Por nada.
-¿Querés comer algo?
Ante mi negación  dijo que él sí tenía apetito y  desapareció por unos minutos.  La voz del locutor cantó un gol que fue festejado por muchas gargantas.
Volvió con tres empanadas y una gaseosa. Mientras las comía me miró y sonrió. Me inspiraba simpatía. El partido de fútbol había finalizado y  mucha gente que lo miraba por televisión se había marchado. La música a todo volumen impedía hablar con voz normal. Él me ofreció la gaseosa. Tomé la pajita y le di un sorbo. La mano que me la ofreció era bella, de dedos largos y elegantes. Le devolví la botella y  miré los labios sensuales que formaron una “o” perfecta al aprisionar la pajita para tomar el líquido. Pensé que me gustaría sentirlos así sobre mi boca. Mientras aspiraba la gaseosa sus ojos profundos y aterciopelados se detuvieron en los míos, yo al fin le sostuve la mirada y una corriente de complicidad nos envolvió.
-Tenés una belleza clásica, con esos pómulos altos.
-¿No era que estaba mejor en las fotos?
-Dije que estabas mejor que la fotos.
No dije nada. ¿Para qué?
En vez de eso reí. Recordé como en una película acelerada algunas conversaciones picantes en el chat y me sonrojé.
Terminaba su tercera empanada cuando él me tocó el brazo en un conato de caricia. Y ahí lo supe. Que si. Que me quedaría con él y que las dudas que había tenido se disiparon como la niebla se evapora ante el sol de la mañana. Así que iríamos, como lo habíamos planeado, a oír música a su departamento.
Nos miramos a los ojos y sonreímos. No supe si pensó lo mismo que yo, pero su sonrisa era tan elocuente que me ruboricé. Recordé algunas fotos atrevidas suyas y pensé que pasaría si en un arrebato de locura lo desnudase y acariciase ahí frente a la gente que charlaba, reía y comía ajena a nosotros.
Nos fuimos. Caminamos por calles oscuras y silenciosas hasta llegar a su departamento que estaba en la mitad de una cuadra cualquiera. Me dejó en la antesala y tardó unos minutos en volver. Dudé cuando estuve sin él. Por un instante pensé que sería mejor irme. Pero él pronto estuvo de vuelta y entramos a su dormitorio.
-No debemos hacer ruido. Mi hermano duerme en la otra habitación- dijo en un susurro.
Colocó dos sillas frente a la computadora y me ofreció una a mí. Fue poniendo músicas y explicándome el nombre de los intérpretes y autores. Algunos los conocía, otros no.
-Conoces esta- preguntó y se elevaron en el aire los sones de mi canción preferida.
La tarareé despacito y alcé la mirada para agradecérselo y el bajó la cara y me besó. Fue el primer beso que nos dimos. Fue largo y muy dulce, acabó por romper el último vestigio de hielo que había entre nosotros.
-¿Querés que te haga masaje?-dijo en voz baja.
Respondí que sí.
La cama estaba en un rincón de la alcoba en penumbras. Me tendí boca abajo y después de sacarme la remera subió sobre mí y me masajeó toda la espalda. La música lenta y el almibarado aroma del incienso me adormecieron, sentí su voz diciendo si quería que continuara.
-Sí, por favor- murmuré en un susurro.
-Tenés que sacarte el pantalón.
Unos momentos más y me desperté del todo.
Me di la vuelta y nos besamos. Mientras lo hacíamos le saqué su remera y con la mano libre el se sacó el pantalón que tiró al suelo.
En la luz difusa de la pieza  resaltaba su cuerpo masculino blanco, de rasgos suaves y perfectos. Las fotos que me había enviado no le habían hecho justicia. Pronto estuvimos uno pegado al otro. Lo acaricié torpemente y su miembro reaccionó al instante como una cobra airada. El buscó todos mis secretos que le ofrendé sin retaceos. El cosquilleo familiar nacía cuando menos lo esperaba y daba inicio a tiernas batallas que nos dejaban exhaustos y sudorosos. Ardimos juntos la noche entera. Hasta que el sueño nos venció. La madrugada llegó sin aviso y nos encontró juntos y desnudos en el lecho. Una vez más el fuego fue compañero de nuestros jadeos y gemidos. Ya vestidos nos abrazamos sin decir nada. Fue tan maravilloso que  pensé que había sido irreal.
En la puerta me despedí con la mano en alto.
Él me miró a los ojos y preguntó:
-¿Cuándo nos vemos otra vez, Martín?
Entonces supe que podía atreverme a soñar.

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