miércoles, 18 de septiembre de 2013

No vuelvas a decir adiós...

Cobijado por una pertinaz lluvia llegué al aeropuerto de Madrid dispuesto a recibir a Graciela, quien tras cada fracaso en el amor buscaba refugio en mi casa por unos días.
     Esa ocasión no fue la excepción, pero a diferencia de todas las demás, lo dolorosa que había resultado su nueva ruptura, hacía ver que la posibilidad de que fueran sólo unos días se transformaría en por lo menos cuatro semanas de estancia que para ella, serían suficientes para mitigar su dolor pero igualmente capaces para transformar toda mi vida. Sin embargo la sola posibilidad de ver contenta a mi mejor amiga, al tiempo que ofrecía un poco de luz a mi añeja soledad, me hicieron desechar la posibilidad de negarme a recibirla aun sabiendo que el tiempo de visita cambiaría por completo las actividades de mi vida.
     La lluvia pronto se transformó en una tormenta que en menos de una hora, paralizó por completo las operaciones en el aeropuerto por lo que mucha gente comenzó a saturar los mostradores de las diversas líneas aéreas para obtener alguna información sobre la llegada y salida de los aviones. Mi aversión a las multitudes me hizo permanecer alejado de las personas y simplemente me mantuve al margen tratando de informarme con lo que unas mujeres comentaban. De pronto, mientras intentaba escuchar a dónde habían desviado el avión en el que viajaba Graciela, la vi: un desvanecimiento se apoderó de todo mi cuerpo al descubrir que era Patricia la que se encontraba frente a mí. Su infantil mirada no había cambiado en nada salvo por algunas arrugas que ahora le adornaban la cara y unos cuantos kilos de más que, dicho sea de paso, le sentaban bastante bien.
     Antes de atreverme a decir algo miré a su alrededor intentando descubrir a alguien que, por supuesto, no deseaba encontrar. Bastaron mis intenciones para que sus palabras disiparan mis temores: estaba sola. No pude contenerme más y simplemente di un paso adelante para rodear su cuerpo con mis brazos.
     Jamás esperé recibir a cambio un beso en los labios, beso que por supuesto, no me resistí a disfrutar pensando había sido  muy corto comparado con su demora de veinte años en llegar.
     Ante lo incomodo que estaba resultando el encuentro por la cantidad de personas que a nuestro alrededor se estaban concentrando, sugerí nos alejáramos –si ella no encontraba inconveniente- a buscar un mejor lugar. Tras recibir su aprobación, caminamos hasta llegar a la que nos pareció, la más cómoda de las cafeterías -que a esa hora comenzaba a saturarse de viajeros que bien sabían sería el mejor lugar para pasar una larga noche-. En ese momento en que me percaté que traía a Patricia tomada de la mano por lo que, decidí soltarla aunque para mi regocijo ella se negó de forma discreta.
      Fueron dos horas de charla en la que ambos, olvidando las circunstancias, hicimos un resumen de veinte años de vida que finalizó con un bello reclamo de su parte, por la carta tan extraña -en forma de cuento- con la que alguna vez me atreví a responder a su adiós.
     Con mucha desilusión pude encontrar en sus palabras la confirmación de que seguía infelizmente casada y sin la menor posibilidad de atreverse a dar el paso definitivo que la condujera a un divorcio que rompiera con ese matrimonio que se sostenía gracias a su tolerancia a ser exhibida en algunas ocasiones especiales durante el año y que a cambio le era premiado con un sueldo envidiable que le gratificaba además, su papel de buena madre y esposa ejemplar.
     De pronto, cuando nuestro encuentro parecía que iba a terminar, se anunció para mi regocijo la suspensión de su vuelo, hasta la mañana siguiente. Desesperada, no titubeó en pedirme la ayudara a encontrar alguna forma de viajar pero todo resultó infructuoso. El clima no permitía ninguna operación. Ante la inoportuna situación la invité a pasar la noche en mi casa prometiendo que al llegar le permitiría hacer una llamada que aliviara una probable preocupación por parte de su esposo que, junto a sus hijos, la esperaban en Canadá. La acción, que le pareció un buen gesto, en mi caso llevaba una intención mayor a la simple amabilidad; tal vez ella se dio cuenta y por eso se vió seducida a aceptar.
     Por algunos minutos manejé con nerviosismo, lo que fácilmente fue descubierto por ella y mientras esperábamos el cambio de luz en un semáforo, sucedió: sentí a Patricia más cerca de mí,  descansando la cabeza en mi hombro lo que me permitía sentir muy de cerca su respiración; luego de un instante pude sentir su mano que no paraba de pasearse suavemente por encima de mi pantalón. Me convencí entonces en la necesidad de llegar lo más pronto posible, por lo que no dudé en manejar con mayor velocidad.
     Al detenernos ya en el garaje de mi casa, un apasionado beso no pudo esperar más. Temiendo que mis deseos se vieran frenados yo también comencé a buscar debajo de su falda. Al no encontrarme con murallas, me alegré del que el tiempo se encargara de poner a las personas cara a cara y de hacer, aquello que alguna vez fue sueño, una posibilidad para hacer esos deseos una realidad.
     Ahora estábamos aquí, sin entender qué tan tarde o tan temprano resultaba esto en nuestras vidas pero con la certeza en ambos de que era una oportunidad irrepetible, que ninguno de los dos quería dejar escapar. “¿Estás conciente que sólo serán una horas, verdad?” preguntó cuando comencé a recorrer su cuello con mis labios hasta llegar a donde iniciaban sus senos. Lo oportuno de la pregunta me reveló que no podía esperar más, así que abrí la puerta de la casa y la invité a pasar. Y apenas estuvimos adentro, hizo su aparición una pregunta que sabía tarde o temprano iba a llegar: “¿por qué razón no me volviste a llamar si sabias que a pesar de estar casada yo te iba a contestar?”. No pude evitar esbozar una sonrisa y moviendo la cabeza renuncié de contestar.
     A la mitad de la sala me detuve y apoderado por una tremenda ansiedad la aprisioné entre mis brazos. Muchas caricias se resistieron a aguantar entretanto una interminable catarata de besos comenzaba a inundar todo su cuerpo. Pronto, mis dedos buscaron la forma correcta para ayudarla a que se librara de las ropas. Unos segundos después, Patricia se encontró desnuda frente a mi exhibiendo la blancura de su piel que me invitó a gozarla toda sin dejar de privarme de la posibilidad de besar hasta el rincón más oculto de su cuerpo.
     No recuerdo bien a bien que sucedió en el camino de la sala a mi habitación; sólo tengo la certeza que para ese momento mi boca había probado cada milímetro de su piel. Mi nariz también se había acostumbrado al aroma que de ella brotaba al tiempo que mis manos no dejaban de encantarse con la redondez de sus senos a pesar de que éstos ya no tenían la misma firmeza de ayer.
     Pronto caímos sobre la cama y como pude logré acomodarme con habilidad detrás de ella para disfrutar sus nalgas que de vez en cuando arremetían de manera encendida para ofrecerle fuego a mi piel. Sus labios y manos no cesaron en su trabajo mientras en ocasiones la detuve para ablandar con livianas mordidas la rigidez que mantenía erectos sus pezones.
     Patricia se estaba entregando por completo a mí. Sabía que lo que estaba haciendo no lo había experimentado con nadie jamás y que sin duda, se había guardado todo aquello para mí. Como si me leyera el pensamiento, no titubeó en aceptar que nunca dejó de pensar en las fantasías que por teléfono, durante veintiocho noches continuas, nos atrevimos a construir. Dicho aquello decidí disponerme a disfrutar cada una de las sensaciones que sus labios me estaban arrancando, para luego aceptar la exigencia de un cuerpo que a cada roce me invitaba a sentir un placer distinto que sólo se concebiría al estar dentro de el.
     No sé cuánto tiempo duramos perdidos bajo las sábanas pero recuerdo que cerré los ojos apenas estuve convencido que ella dormía.
     Ahora me levanto cobijado por una aplastante claridad. Algunas gotas caen pesadamente en la terraza. Patricia no está pero su aroma aun vive fresco en la almohada y las sábanas que cubrieron su cuerpo. Salgo de la habitación y camino hasta la escalera desde donde la empiezo a buscar a pesar de que sé que no la podré encontrar. Todo se mantiene en su lugar y salvo por una prenda que ella misma colocó en la barandilla sé que lo que acabo de vivir no se trató de una ilusión.
     Un portazo se escucha fuera de la casa y de inmediato corro a abrir la puerta. Es Graciela la que por fin ha llegado. Apenas me observa y corre hacia mí para que la reciba con un abrazo. “Vengo muy cansada, he viajado toda la noche por carretera”. Sin decir más entra a la casa y sube la escalera.
     Minutos después tras acomodar su equipaje, me atrevo a buscarla. La descubro en mi habitación. Cuando voltea a verme deja al descubierto algunas palabras escritas en el espejo con labial:
Anoche decidí que era el momento para dejarte de soñar...
  es por eso, que he decidido que no volveré a decir adiós
 pues he comprendido que no tiene caso hacerlo si no estoy
dispuesta a olvidar lo que hoy pasó.
 Me he levantado con la certeza  que muy pronto
 nos volveremos a encontrar
pues ya entendí que es mejor que sigas viviendo en mi...
     Advierto que Graciela no para de reír mientras mueve ligeramente la cabeza. Tras darme un beso en la mejilla, sale de la habitación diciendo de forma tajante: “Seguro. Esto es el final de una de tus novelas... un final cursi y feliz”.

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